Santa Gertrudis, conocida como "la grande", fue dada a un convento alemán cuando era apenas una niña de cinco años, para que fuese criada como una monja. Ella recibió su primera visión de la "dulzura divina" de Cristo en 1281 cuando contaba con 25 años, y se convirtió en una consejera espiritual de todo aquel que acudía a pedirle consejos.
Ella fue poco recordada después de su muerte hasta que la edición latina de su obra fue publicada en 1536 y empezó a ganar una fama extraordinaria en los círculos religiosos católicos que disfruta en la actualidad, sobre todo como abogada de las almas del purgatorio.
Ella se entregó a Dios con un corazón ardiente y sumergido en el amor divino, en el que adelantó el camino de la perfección, viviendo sumergida en la oración y la contemplación. Murió el día 17 de noviembre del año 1301
El siguiente escrito está extraído del libro de las Insinuaciones de la divina piedad, de santa Gertrudis, virgen
ORACIÓN DE SANACIÓN DE HERIDAS PASADAS
Que mi alma te bendiga, Dios y Señor, mi creador, que mi alma te bendiga y, de lo más íntimo de mi ser, te alabe por tus misericordias, con las que inmerecidamente me ha colmado tu bondad.
Te doy gracias, con todo mi corazón, por tu inmensa misericordia y alabo, al mismo tiempo, tu paciente bondad, la cual puse a prueba durante los años de mi infancia y niñez, de mi adolescencia y juventud, hasta la edad de casi veintiséis años, ya que pasé todo este tiempo ofuscada y demente, pensando, hablando y obrando, siempre que podía, según me venía en gana, ahora me doy cuenta e ello, sin ningún remordimiento de conciencia, sin tenerte en cuenta a ti, dejándome llevar tan sólo por mi natural detestación del mal y atracción hacia el bien, o por las advertencias de los que me rodeaban, como si fuera una pagana entre paganos, como si nunca hubiera comprendido que tú, Dios mío, premias el bien y castigas el mal; y ello a pesar de que desde mi infancia, concretamente desde la edad de cinco años, me elegiste para entrar a formar parte de tus íntimos en la vida religiosa.
Por todo ello, te ofrezco en reparación, Padre amantísimo, todo lo que sufrió tu Hijo amado, desde el momento en que, reclinado sobre paja en el pesebre, comenzó a llorar, pasando luego por las necesidades de la infancia, las limitaciones de la edad pueril, las dificultades de la adolescencia, los ímpetus juveniles, hasta la hora en que, inclinando la cabeza, entregó su espíritu en la cruz, dando un fuerte grito.
También te ofrezco, Padre amantísimo, para suplir todas mis negligencias, la santidad y perfección absoluta con que pensó, habló y obró siempre tu Unigénito, desde el momento en que, enviado desde el trono celestial, hizo su entrada en este mundo hasta el momento en que presentó, ante tu mirada paternal, la gloria de su humanidad vencedora.
Llena de gratitud, me sumerjo en el abismo profundísimo de mi pequeñez y alabo y adoro, junto con tu misericordia, que está por encima de todo, aquella dulcísima benignidad con la que tú, Padre de misericordia, tuviste sobre mí, que vivía tan descarriada, designios de paz y no de aflicción, es decir, la manera como me levantaste con la multitud y magnitud de tus beneficios.
Y no te contentaste con esto, sino que me hiciste el don inestimable de tu amistad y familiaridad, abriéndome el arca nobilísima de la divinidad, a saber, tu corazón divino, en el que hallo todas mis delicias.
Mas aún, atrajiste mi alma con tales promesas, referentes a los beneficios que quieres hacerme en la muerte y después de la muerte, que, aunque fuese éste el único don recibido de ti, sería suficiente para que mi corazón te anhelara constantemente con una viva esperanza
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