Una de las formas que tiene Cristo de compendiar toda su doctrina es la siguiente frase de todos muy conocida, se debe “Amar al prójimo como a uno mismo”. Muchas veces al leerla se pone el foco en el amor a los demás: los prójimos; sin embargo, la frase hace referencia al amor de uno mismo. No solo hace referencia al amor propio, sino que el amor propio es puesto como el arquetipo de amor con que debemos querer al prójimo. Parafraseando a Cristo: así como te amas debes amar a los demás. Entonces encontramos en la expresión del Señor un supuesto: que existe el amor propio, y que ese amor es bueno.
Pero, por otra parte, la espiritualidad católica –y cualquiera que tenga sentido común-, siempre ha dicho que unas de las luchas que debemos librar dentro de nuestro mundo interior es con el amor propio, contra el egocentrismo. Es decir, en vez de mirarlo como un sentimiento arquetípico para el prójimo, se lo mira con desconfianza. Podemos citar el himno de San Pablo que habla de un amor: “paciente, servicial; no es envidioso, no hace alarde, no se envanece, no procede con bajeza, no busca su propio interés, no se irrita, no tienen en cuenta el mal recibido, no se alegra de la injusticia, sino que se regocija con la verdad. El amor todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”[1].
Debemos decir que hay una forma incorrecta de entender aquello de que el amor no busca su propio interés. Citemos a Pedro Abelardo, defensor del amor puro o desinteresado: “Tan sincero fue el amor de Cristo hacia nosotros, que no sólo murió por nosotros, sino que, en ninguna de las cosas que hizo por nosotros, buscó alguna vez su comodidad temporal o eterna, sino la nuestra. No movía su deseo la intención de obtener una remuneración propia, sino únicamente nuestra salvación”[2].
La idea que hay de fondo es la siguiente, como lo explica Abel Miró: “El amor hacia la persona amada debe ser de tal modo que excluya cualquier referencia a la propia utilidad; no debe estar motivado por la expectativa de obtener una recompensa por parte del amado… El “amante libre”, que ama gratuitamente, se diferencia del “amante mercenario”, que espera un salario a cambio de su amor”[3].
Sin embargo, lo más propio cuando amamos a alguien, los deseos más inmediatos cuando una persona causa amor en nuestro corazón, son los de ver a esa persona, disfrutar su cercanía, de algún modo poseerlos. Y se siente y quiere todo esto, porque en esa persona se encuentra la felicidad. Uno en la persona que ama encuentra su felicidad. De ahí las expresiones tan naturales: eres mi vida, mi corazón, etc. Pero, entonces ¿cómo debo amar a ese prójimo? ¿con total desinterés? ¿cómo a mí mismo? La pregunta de fondo es ¿cómo compatibilizo lo feliz que me hace la persona amada, junto con un amor desinteresado?
Me parece que la respuesta a esto se encuentra en la manera en que entendemos el amor propio. Digamos, para simplificar las cosas, que el amor propio se identifica con el deseo que tenemos de ser felices, de alcanzar cierta plenitud y en ella experimentar la felicidad. Santo Tomás lo dice así: “El hombre, se ama por naturaleza a sí mismo, en tanto que desea para sí algún bien con apetito natural”[4]. Y, lo que debemos destacar es que la naturaleza la creó Dios. Por tanto, es el mismo Dios quien inscribió en nuestro corazón el deseo de ser felices. Abel Miró lo explica así: “En tanto que el hombre no se ha dado a sí mismo su naturaleza, tampoco se ha otorgado a sí mismo el deseo de ser feliz inscrito en ella. El hombre no elige el querer ser feliz como no elige el ser hombre; es algo que le viene dado por su “creacionalidad”, por su constitutiva dependencia respecto el Creador: “la criatura racional desea naturalmente ser feliz; por lo tanto, no puede querer no ser feliz”[5].
Llegados a este punto, podemos confrontar el amor puro de Abelardo con la idea de Santo Tomás de que queremos ser felices por naturaleza. Siguiendo el texto que venimos citando, la explicación a estas dos formas de entender el amor sería de la siguiente manera: “un amor de Agape o Caritas absolutamente “inmotivado” —como pretendía Abelardo—, depurado de todo deseo del propio bien o concupiscentia, que ahogue o domine cualquier ansia de posesión, está basado, según el autor de la Summa Theologiae, sobre una falsa concepción del ser humano, que se contrapone a la realidad del hombre concreto de carne y hueso. Santo Tomás llega a afirmar algo que parecería escandaloso a Abelardo: “Dios será para cada uno toda la razón de amar [tota ratio diligendi], por ser Dios todo el bien del hombre [totum hominis bonum]. Si por un imposible, Dios no fuera el bien del hombre, no habría en él ninguna razón para amar”[6].
Por tanto, un amor que pretenda un desinterés total, que de algún modo desee a priori renunciar a la posesión de la persona amada, es finalmente un amor desgraciado porque es contra natura, ya que, al pretender renunciar al propio bien, al mismo tiempo se ejerce violencia contra la dinámica interna del mismo amor y de la propia naturaleza humana, que por designio del mismo Dios tiende a su plena realización, a la felicidad. Por esto, cuando Santo Tomás comenta el precepto bíblico “ama al prójimo como a ti mismo, afirma que el amor del hombre hacia sí mismo es como el ejemplar, el modelo, la medida, de su amor hacia los otros. De ahí infiere una consecuencia escandalosa para los partidarios del “amor puro”: “el ejemplar es superior a la copia. En consecuencia, el hombre, por la caridad, debe amarse más a sí mismo que al prójimo”[7].
Ahora bien, también podemos confrontar estas ideas con la frase categórica del Señor en la última cena: “no hay amor más grande que el que da la vida por sus amigos”[8]. Entender el amor propio como lo describimos arriba, ¿se contrapone a esta afirmación de Cristo? Abel Miró, a quien hemos venido citando, responde esta aporía de la siguiente manera: “Este profundo amor de sí, no sólo no es un obstáculo para sacrificarse por el otro, sino un fundamento sólido para dicha acción: quien se conoce y se ama auténticamente a sí mismo sabe que el bien del amigo debe anteponerse al de la propia naturaleza corporal y sensitiva —al del “hombre exterior”—, y que esta renuncia, este sacrificio, repercute como un bien, como un enriquecimiento, sobre su dimensión más profunda —el “hombre interior”—. El amor de sí posibilita el sacrificio de amor; para dar la vida por el prójimo, es indispensable amarse mucho a uno mismo. El cineasta ruso Andrei Tarkovsky se expresa acerca de este punto en unos términos muy parecidos a los de Santo Tomás: “Pensando en los intereses de todos, el hombre ha perdido el interés por sí mismo. Ha perdido lo que Cristo enseñaba en su mandato: “Amarás al prójimo como a ti mismo”. Supongo que esto quiere decir que hay que amarse tanto que uno descubra y respete dentro de sí ese elemento divino, más allá de lo personal, que hay en él y que le hace capaz de superar sus intereses privados, sus ansias de posesión, y de vivir una entrega sin cálculos y un amor al prójimo. Pero todo esto presupone una verdadera conciencia del propio valor, la conciencia de una verdad profunda: de que el “yo”, que forma el centro de mi vida terrena, tiene un valor objetivo y un significado, cuando tiende a la perfección espiritual y se libera de ambiciones egocéntricas”[9].
Para los que somos padres, es de suma importancia, tal vez de las tareas más importantes que tenemos, el enseñar a nuestros hijos que se amen profundamente. Debemos ser capaces de educarlos en una autoestima sana: que reconozcan tanto valor en ellos y su vida, que por una parte estén dispuestos a darla o entregarla por verdadero amor, pero que también sepan diferenciar el falso amor, ese que para existir requiere que renuncien al amor propio (los amores humillantes, o que generan dependencias), los amores que les piden renunciar a su propia felicidad (el amor puro del que hemos hablado), o que ellos busquen el amor sin buscar la persona amada (egoísmo). Es una tarea requirente hacer que se amen de verdad, para que con un amor verdadero puedan amar a los demás, y con ello ser realmente felices.
Y, por cierto, que también es una tarea de cada uno tener un amor propio sano: que sea capaz de donarse, pero sin humillarse, y sin renunciar a los deseos naturales de ser felices. Si lo logramos, los prójimos serán amados como de verdad se lo merecen.
Miguel Ángel Contreras C.
Marzo 2021
[1] I Co 13, 4-7
[2] Pedro Abelardo, Expositio in Epistolam ad Romanos, en: en: Migne, J. P. (ed.), Patrología Latina (PL), vol. 178, op. cit., 891A-B.
[3] Abel Miró, “Tres ejemplos medievales de “amor puro”: La herejía cátara, la doctrina de Pedro Abelardo sobre el amor divino y el “amor puro” de Eloísa”
[4] Santo Tomás, Summa Theologiae, I, q.60, a.3, in c.
[5] Abel Miró, “Tres ejemplos medievales de “amor puro”: La herejía cátara, la doctrina de Pedro Abelardo sobre el amor divino y el “amor puro” de Eloísa”
[6] Santo Tomás, Summa Theologiae, II-II, q.26, a.13, ad 3.
[7] Santo Tomás, Summa Theologiae, II-II, q.26, a.4, s. c.
[8] Juan 15, 13
[9] A. Tarkovsky, Esculpir en el tiempo (trad. Enrique Banús). Madrid: Rialp, 2002, 252