¿Dónde ha quedado nuestro primitivo fervor, aquél que teníamos cuando recién nos habíamos convertido?
Quizás debemos reconocer que, con el tiempo, y los vaivenes de la vida, hemos ido perdiendo ese coraje de dar la cara por Cristo, de mostrarnos como católicos ante el
mundo.
Ha llegado el momento de comenzar a reconocer a Cristo ante esta generación incrédula, para que no tengamos que merecer aquella reprensión del Señor para quienes se hayan
avergonzado de Él ante los hombres.
Es que el miedo del qué dirán, nos ha hecho apocados, temerosos y dudosos. Ya no estamos convencidos de tener la verdad, y vamos por el mundo medio como escondidos,
practicando un cristianismo interior, pero que no se manifiesta para nada en lo exterior.
Ha llegado el momento de dejar de tener miedo, y ser valientes para mostrarnos fieles seguidores de Cristo ante los demás.
Ya no omitiremos la señal de la cruz en público por miedo al qué dirán. Ya no olvidaremos de pedir permiso, con respeto, pero también con valor, para bendecir la mesa cuando
nos invitan a comer. Comenzaremos a ser cristianos en lo interno, pero también en lo externo; tanto en lo que guardamos en el interior, como en lo que manifestamos a los
demás.
Que nuestras palabras, pero sobre todo nuestros gestos, muestren al Señor a todos, y sea como un toque de atención, como una llamada que hace Dios a través nuestro, a aquellos
hermanos con quienes nos encontremos.
Tengamos siempre presente que Dios nos ve; que constantemente nos está mirando, y no nos avergoncemos de Él, por temor a las burlas y desprecios de los hombres.
Volvamos, entonces a nuestro primitivo fervor, sin miedos y con la sola intención de dar gloria a Dios y salvar las almas, comenzando por la nuestra.