6. Una condición
Una condición para que el cristianismo tome todas nuestras vidas es conocer íntimamente a Cristo, su mensaje, y conocer a los hombres de nuestro tiempo a los cuales va este mensaje.
Pocos apóstoles, sacerdotes o seglares, están preparados para el apostolado moderno. Un predicador de fama decía que al bajar del púlpito se daba cuenta que había hablado por encima de la cabeza de sus oyentes. Se dolía de no haber dado a sus fieles lo que tenían derecho de esperar… Si nos examinamos nosotros, los que estamos en las obras sociales o de beneficencia o escolares, ¿no tenemos acaso la misma impresión?
La acción no penetra, se queda en la superficie. ¿Quién no ha sentido en su interior deseos ardientes que, al comunicarlos a otros, no producen en ellos sino resultados superficiales? Nuestros pensamientos más claros no encuentran fácilmente el camino de la inteligencia ni el del corazón, para llegar a los demás.
Predicamos una doctrina segura: Repetimos el Evangelio, los Padres, Santo Tomás, las Encíclicas… sin embargo, el contacto es superficial, nuestro dinamismo no ha movido a los que queríamos mover.
Más aún, si vamos a los que parecen grandes conductores de hombres, a los que han tenido éxito en su acción social, cívica, a los que han logrado poner un poco más de justicia y de felicidad en el mundo, si a éstos les preguntamos si están contentos de su acción, nos responderán que se dan perfectamente cuenta que no tocan el problema sino en su superficie, que la sociedad siempre escapa de toda acción moralizadora y más aún santificadora. Se necesitaría genios y santos para remediar los males tan hondos… ¡¡y estos deberían ser perseverantes!! Más cierta me parece aún la observación de un sacerdote con quien comentaba la crisis de una gran organización (la Juventud Obrera Católica) que me decía: Esto prueba que cada generación ha de comenzar de nuevo la Redención. No podemos vivir del trabajo ajeno; debemos aportar nuestra parte, con Cristo, a la obra común.
Cuando un apóstol parte demasiado pronto para la acción o cesa en su trabajo de formación, sufre las consecuencias. Uno queda en la acción apostólica al nivel de su verdadero valer. Sólo el santo santifica; sólo la luz alumbra; sólo el amor calienta. Ordinariamente, [frente] al apóstol, grupitos fáciles se dejan penetrar por su acción: niños, religiosas, almas piadosas… Ante los hombres sobre todo, están como desarmados, no teniendo para ellos sino fórmulas hechas, abstractas o gastadas, sacadas de manuales… Aun de las encíclicas, no saben servirse, porque no conocen el ambiente en que ellas se aplican.
Muchos apóstoles de hoy fallan por haber partido demasiado pronto, o haberse contentado demasiado luego con lo que tenían de ciencia, de experiencia, de virtud. Demasiado pronto se sintieron completos. Seglares… quedaron militantes mediocres, sin verdadera formación. Sacerdotes, indefinidamente fuera de la vida, fuera de lo real, inadaptados o mal comprendidos, repitiendo siempre los mismos clichés ante una clientela demasiado fácil, mientras la inmensa masa sigue ignorando aun que hay Dios, y que Cristo ha venido… sin que haya quién recuerde a los poderosos, a los superiores, como a los humildes, sus deberes, ni quién señale el camino en los momentos críticos.
Conocer, con el conocimiento de Sabiduría, que es más rico, más profundo que el de la simple ciencia; conocer a los hombres y amarlos apasionadamente como hermanos de Cristo e hijos de Dios; conocer nuestra sociedad enferma, como lo hace el médico para auscultarla. ¿Cuántos son los que se dan tiempo para estudiar la trama compleja de nuestra vida social, de sus corrientes intelectuales, de sus engranajes económicos, de sus imperios legales, de sus tendencias políticas? Para obrar con prudencia hay que conocer. El precio de nuestra conquista tiene que ser poner en acción todas nuestras energías para colaborar con la gracia divina (lo que decía Depierre al seminarista que sale: “Que sepa, al menos, que sabe muy poco; que ofrezca su granito de arena y esté dispuesto a pedir, a recibir, ¡¡a aprender!!” ).
Conocimiento hondo de Cristo: la teología en píldoras de tesis no puede bastar. La sabiduría se impone. La mirada del humilde que se acerca a fuerza de pureza a la mirada de Dios; la mirada del contemplativo sobre Cristo, en quien todo se resume, esperanza de nuestra salvación. El apóstol debe integrar su acción en el plan de Cristo sobre nuestro tiempo; conocer bien a Cristo y conocer bien nuestro tiempo para acercarlos con amor. Ahí está todo (esto supone esa inmensa humildad que es la que dispone para recibir las gracias de lo alto).
Espiritualidad sana que no consiste en solas prácticas piadosas, ni en sentimentalismos, sino [de los] que se dejan tomar enteros por Cristo que llena sus vidas. Espiritualidad que se alimenta de honda contemplación, en la cual aprende a conocer y amar a Dios y a sus hermanos, los hombres del propio tiempo. Esta espiritualidad es la que permitirá las conquistas apostólicas que harán de la Iglesia la levadura del mundo.