Dice Jesús:
Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad a la puerta y se os abrirá. Porque quien pide, recibe; quien busca, encuentra; y se abre a quien llama. Cuando un hijo vuestro extiende su manita y os dice: “Padre, tengo hambre”, ¿le dais acaso una piedra? ¿Le dais una serpiente si os pide un pescado? No. Y además del pan y pescado lo acariciáis y bendecís, porque es dulce para el padre alimentar su hijo y ver en su rostro una alegría feliz. Si pues vosotros, imperfectos de corazón, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos sólo por el amor natural, igual como los animales lo hacen con su prole, cuánto más vuestro Padre que está en los cielos concederá, a quienes se lo piden, cosas buenas y necesarias para su bien. No tengáis miedo de pedir y no tengáis miedo de no obtener.
Pero, ved que os pongo en guardia contra un error común. No hagáis como si fueseis débiles en la fe o en el amor, así hacen los paganos de la religión verdadera –porque también entre los fieles hay paganos para quienes la pobre religión no es sino un montón de supersticiones y de fe, un edificio descentrado en que se han metido hierbas parásitas de todas las clases, hasta el punto que empieza a cuartearse y cae en ruinas– los cuales, débiles y paganos, sienten que muere su fe, si no son escuchados.
Pedís y justo os parece el pedir. En realidad, en ese instante no sería ni siquiera injusta aquella gracia. Pero la vida no termina con ese momento: y lo que puede estar bien hoy, no lo podrá estar mañana. Esto no lo sabéis porque tan sólo sabéis el presente, y es también esto una gracia de Dios. Pero Él conoce también lo futuro, y muchas veces para ahorraros una pena mayor, no escucha vuestra plegaria. En el año de vida pública más de una vez he oído decir a corazones: “Cuánto sufrí, cuando Dios no me escuchó. Pero ahora: ‘Estuvo mejor así porque esa gracia me habría impedido llegar a esta hora de Dios’”. He oído a otros que dicen y que me dicen: “¿Por qué, Señor, no me escuchas? Lo haces con todos y conmigo no”. Y sin embargo, aun cuando duele el ver sufrir, he dicho: “No puedo” porque si los hubiese escuchado habría puesto un obstáculo en su vuelo a la perfección.
Algunas veces también el Padre dice: “No puedo”, no porque no pueda realizar al punto ese acto, sino porque sabe las consecuencias futuras. Oíd: Un niño está enfermo del estómago. La madre llama al médico y este dice: “Para curarlo es menester que no coma nada”. El niño llora, chilla, suplica, parece que se va a morir. La madre, siempre buena, une sus lamentos a los de su hijo. Le parece duro lo que dijo el médico; le parece que pueda hacer mal a su hijo el no comer y el tanto llorar. Pero el médico permanece inflexible. Al fin dice: “Mujer: yo sé y tú no sabes. ¿Quieres perder a tu hijo, o quieres que te lo salve?” La madre grita: “Quiero que viva”. “Entonces”, dice el médico, “no puedo permitir que coma. Sería su muerte”. También el Padre algunas veces dice así. Vosotras, madres compasivas de vuestro “yo”, no queréis oírlo llorar porque no ha obtenido lo que pedía. Pero Dios dice: “No puedo. Sería tu mal”. Llega el día, o llega la eternidad, en que se dirá: “¡Gracias, Dios mío, por no haber escuchado mi necedad!”.