Cristo quiere habitar en nuestras almas como en su propio templo. Quiere que el templo de nuestra alma sea casa de oración, que sea SU monte santo, en donde Él pueda estar a gusto, como cuando se apartaba del mundo para orar en silencio.
Cristo anhela ver este templo resplandeciente por el fuego que exhalen los holocaustos y sacrificios que se hagan día y noche en el altar de tu corazón.
Cristo quiere que se cumpla en ti la profecía de Isaías 56,7: “les haré entrar en mi monte santo, les daré alegría en mi casa de oración. Sus holocaustos y sus sacrificios me serán gratos sobre mi altar, porque mi casa será llamada casa de oración para todos los pueblos»”.
¡Qué hermoso anhelo el de Cristo! ¡Cuánto deberíamos tratar de cuidar nuestra alma para que sea realmente SU lugar, SU Betania, SU Belén, SU Nazareth, SU templo santo!
Pero también en la historia de la salvación, como toda gran historia, no solo debemos considerar al protagonista, que es el Espíritu Santo, sino también al antagonista, que es el espíritu mundano. Debemos estar en guardia contra su acción, ya que es muy sutil y sumamente agradable cuando nos dejamos seducir por ese “vano enamorado” y sus falsas razones, dice San Ignacio.
Este diabólico conquistador tiene deseos totalmente contrarios a los de Dios. Este espíritu mundano no busca construir un templo, sino destruirlo desde dentro. Busca horadar el alma y hacer recovecos que sirvan de guarida de alimañas, zonas oscuras donde no entre la luz santa de Dios y puedas guardar cómodamente resentimientos y quejas que expulsen lo que tenga sabor a negación evangélica, en donde no exista paz sino ruido, molestia y confusión.
Lamentablemente se cumple muchas veces en nosotros el oráculo de Jeremías 7,11: “¿Es acaso a vuestros ojos una cueva de ladrones este Templo en el que se invoca mi Nombre? Yo mismo lo he visto -oráculo del Señor-”.
En la “gente de iglesia”, sean sacerdotes, religiosos, o laicos que tratan de hacer de su alma un templo de Dios, a veces el demonio logra introducir criterios mundanos que nos roban lo sagrado, como lo explica San Gregorio:
“muchas veces sucede que algunos toman el hábito religioso, y mientras llenan las funciones de las sagradas órdenes, hacen del ministerio de la santa religión un comercio de asuntos terrenales”.
Podemos figurarnos estos “asuntos terrenales” escuchando las conversaciones que habían en el templo invadido por cambistas, vendedores y gente mundana, el ruido del mercado…. El mismo Señor los llama “ladrones”, porque roban lo sagrado. Nosotros podemos ser uno de esos ladrones si no cuidamos el silencio interior.
Una de las técnicas más usadas por el demonio para que nuestro templo se transforme en mercado es robarnos el silencio interior, de hecho, “auto robarnos” el silencio interior a través de los juicios acerca de los demás. El P. Lucas de San José, OCD lo llama “autointoxicación moral”.
¿Cómo así? Dice que “siempre que permitimos a nuestro pensamiento divagar sobre vidas ajenas, notaremos que nuestro corazón se ha resentido poco o mucho; no nos sentiremos tan benévolos hacia esas personas; nos costará un poco más trabajo el mostrarnos indulgentes y afables con ellas; pensando mal, uno mismo se envenena. Y de esta falta de silencio interior procede otro manantial inagotable de faltas”… los pecados de la lengua… “porque al fin, siempre es verdad que de la abundancia del corazón habla la boca, como nos dice Nuestro Salvador. (Mt 12,34)”
Cuidemos el silencio interior de nuestro templo, que no nos dejemos robar la paz que solo viene a través de la caridad. Pidamos a la Virgen que nos conceda su corazón, ese corazón contemplativo que callaba siempre ante Dios para juzgar todo según su Divino Corazón, eso es hacer oración.
P Rodrigo Fernández