De la condolencia y complacencia del amor en la Pasión de nuestro Señor
Cuando veo a mi Salvador en el monte de los Olivos, con su alma triste hasta la muerte ¡Jesús! exclamo, ¿quién ha podido acarrear estas tristezas mortales al Alma de la vida, sino el que, excitando la conmiseración, ha introducido, por su medio, nuestras miserias en vuestro corazón soberano? Al ver este abismo de angustias y de congojas en este divino amante, ¿cómo puede el alma devota permanecer sin un dolor santamente amoroso? Más, al considerar, por otra parte, que todas las aflicciones de su Amado no proceden de ninguna imperfección ni de falta alguna de fuerzas, sino de la grandeza de su amor, es imposible que, a la vez, no se derrita toda ella de un amor santamente doloroso. Porque, ¿cómo puede una amante fiel contemplar tantos tormentos en su Amado, sin quedar transida, lívida y consumida de dolor?
El amor iguala a los amantes. Yo veo a este querido amante convertido en un fuego de amor, que arde entre las zarzas espinosas del dolor, y me ocurre lo mismo: estoy toda inflamada de amor dentro de las malezas de mis dolores, y soy como un lirio entre espinas. ¡Ah! no miréis tan sólo los horrores de mis punzantes dolores, sino mirad también la hermosura de mis agradables amores. Este divino amante padece insoportables dolores, y esto es lo que me entristece y me pasma de angustia; pero también se complace en sufrir, y gusta de estos tormentos y muere contento de morir de dolor por mí. Por esta causa, así como me duelen sus dolores, me encantan sus amores, y no sólo me entristezco con Él, sino también me glorío en Él.
Entonces se practica el dolor del amor y el amor del dolor; entonces la condolencia amorosa y la complacencia dolorosa, luchando entre sí acerca de quien tiene más fuerza, ponen al alma en unos pasmos y agonías increíbles y se produce en ella un éxtasis amorosamente doloroso y dolorosamente amoroso. Así aquellas grandes almas, San Francisco y Santa Catalina, sintieron amores no igualados en sus dolores, y dolores incomparables en sus amores, cuando fueron estigmatizados, y saborearon el amor gozoso de padecer por el amigo, que, en grado sumo, había practicado su Salvador en el árbol de la cruz. De esta manera, nace la preciosa unión de nuestro corazón con Dios, la cual, como un Benjamín místico, es a la vez hija de gozo e hija de dolor.
Es una cosa indecible hasta qué punto desea el Salvador entrar en nuestras almas por este amor de complacencia dolorosa. ¡Ah! —Exclama— ábreme, hermana mía, amiga mía, paloma mía, mi purísima, porque está llena de rocío mi cabeza y del relente de la noche mis cabellos . ¿Qué es este rocío y qué es este relente de la noche, sino las aflicciones y las penas de la pasión? Quiere, pues, decirnos el divino amor del alma: Yo estoy cargado de las penas y de los sudores de mi Pasión, toda la cual transcurrió en medio de las tinieblas de la noche o en medio de las tinieblas que produjo el sol, cuando se oscureció en la plenitud del mediodía. Abre, pues, tu corazón hacia Mi, como las madreperlas abren sus conchas del lado del sol, y derramaré sobre ti el rocío de mi Pasión, que se convertirá en perlas de consuelo.
San Francisco de Sales, “Tratado del Amor de Dios”
(Libro Quinto, cap.V)