Y, efectivamente, con gran cuidado le bajan de la Cruz y depositan el santo Cuerpo, en brazos de María. Póstrate en espíritu junto a esa Madre, y medita con Ella..., porque ¿qué meditación haría la Virgen
entonces?... ¿Cómo iría recordando ante la vista de aquel Cuerpo, todos y cada uno de los tormentos de la Pasión?. Ahora recordó todo lo pasado..., las escenas de Belén..., los idilios de Nazaret..., los días felices en que Ella cuidaba de su Hijo, como ninguna madre lo ha podido hacer. Ahora entendió de una vez, lo que significaba la espada de Simeón, que toda la vida llevó atravesada en su Corazón. Ahora comprendió lo que era ser Madre nuestra... ¡Madre de los pecadores!, que así habían puesto a su Hijo... Y ¿a esos precisamente iba Ella a amar?... ¿A esos querer como a hijos, cuando así habían hecho sufrir a su Jesús?... ¡Oh, qué dolorosa maternidad!... Y, sin embargo, besando, una a una aquellas heridas, iría repitiendo: «Soy la esclava del Señor..., hágase en mí tu divina voluntad».
Haz tú esta piadosísima meditación con María..., vete con
Ella quitando aquellas espinas una a una..., con mucho cuidado, como si aún sufriera con ellas Jesús... Limpia aquellos ojos y aquel rostro afeado con tantas salivas... y sangre..., toca aquellas manos y pies agujereados... y besa, besa aquel costado abierto... y no apartes tus ojos de aquel corazón que se ve por la herida, sin vida..., sin latir..., sin movimiento..., pero no sin amor... y en cada herida, recuerda tus pecados... y mira lo que has hecho con ellos.
P. Rodriguez Villar