En todo y siempre, cuando trazo comparaciones, no es mi intento hablar de la Santísima Virgen madre, Nuestra Señora, porque Ella es la hija de un amor incomparable; es la única paloma, la toda perfecta165. Esposa, escogida, como el sol entre los astros. Y pasando más adelante, creo también que, así como la caridad de esta Madre de amor sobrepuja a la de todos los santos del cielo en perfección, asimismo la ejercitó de una manera mucho más excelente que ellos en esta vida mortal.
Jamás pecó venialmente, según lo estima la Iglesia; nunca hubo mudanzas ni retrasos en el progreso de su amor, antes al contrario, subió de amor en amor con un perpetuo avance; no sintió ninguna contradicción del apetito sensual, por lo que su amor reinó apaciblemente en su alma y produjo todos sus efectos en la medida de sus deseos. La virginidad de su corazón y la de su cuerpo fueron más dignas y más honorables que la de los ángeles. Por esta causa, su espíritu, si se me permite emplear una expresión de San Pablo, no estuvo dividido ni repartido, sino que anduvo solícito por las cosas del Señor y por lo que había de agradar a Dios. Finalmente, ¿qué no hubo de hacer en el corazón de una tal Madre y para el corazón de un tal Hijo, el amor maternal, el más apremiante, el más activo, el más ardiente de todos, amor infatigable y jamás saciado?
No alegues que esta Virgen estuvo sujeta al sueño, Teótimo. Porque ¿no ves que su sueño es un sueño de amor, de suerte que su mismo Esposo la deja que duerma cuanto le plazca? Atiende bien a estas palabras: Os conjuro —dice—, que no despertéis a mi amada, hasta que ella quiera. Esta reina celestial jamás dormía sino de amor, pues no concedía ningún reposo a su cuerpo más que para vigorizarlo y hacerlo más apto para mejor servir, después, a su Dios; acto, ciertamente, muy excelente de caridad.
Porque, como dice el gran San Agustín, esta virtud nos obliga a amar convenientemente a nuestros cuerpos, en cuanto son necesarios para la práctica de las buenas obras; forman parte de nuestra persona y han de ser partícipes de la felicidad eterna. Un cristiano ha de amar a su cuerpo como a la imagen viviente del cuerpo del Salvador encarnado, como nacido, con Él, del mismo tronco, y, por consiguiente, como algo que está unido con Él por lazos de parentesco y consanguinidad, sobre todo después de haber renovado la alianza por la recepción real de este divino cuerpo del Redentor, en el adorable sacramento de la Eucaristía, y de habernos dedicado y consagrado a su soberana bondad, por el bautismo, la confirmación y los demás sacramentos.
Mas, la Santísima Virgen, ¡debía amar a su cuerpo virginal, no sólo porque era un cuerpo manso, humilde, puro, obediente al amor santo, y estaba todo perfumado de mil sagradas dulzuras, sino también porque era la fuente viva del cuerpo del Salvador y le pertenecía íntimamente por un derecho incomparable! Por esto, cuando entregaba su cuerpo angelical al reposo del sueño, le decía: Descansa, trono de la Divinidad; reposa un poco de tus fatigas y repara tus fuerzas con esta dulce tranquilidad.
¡Qué consuelo oír a San Juan Crisóstomo contar a su pueblo el amor que le tenía! «Cuando la necesidad del sueño —dice—, cierra mis párpados, la tiranía de mi amor a vosotros abre los ojos de mi espíritu; y muchas veces, entre sueños, me ha parecido que os hablaba, porque el alma acostumbra a ver, en sueños, por la imaginación, lo que ha pensado durante el día. Así, cuando no os veo con los ojos de la carne, os veo con los ojos de la caridad.» ¡Ah, dulce Jesús!
¿Qué debía soñar vuestra santísima Madre, mientras dormía y su corazón velaba? Tal vez soñaba, algunas veces, que, así como nuestro Señor había dormido sobre su pecho, como un corderito sobre el blando seno de su madre, de la misma manera dormía Ella en su costado abierto, como blanca paloma en los agujeros de las peñas. De suerte que su sueño, en cuanto a la actividad del espíritu, era parecido al éxtasis, aunque, en cuanto al cuerpo, fuese un dulce y agradable alivio y descanso. Y, si alguna vez soñó, los progresos y el fruto de la redención obrada por su Hijo, en favor de los ángeles y de los hombres, ¿quién podrá jamás imaginar la inmensidad de tan grandes delicias? ¡Qué coloquios con su querido Hijo! ¡Qué suavidad por todas partes!
El corazón de la Virgen madre permaneció perpetuamente abrasado en el amor que recibió de su Hijo, hasta llegar al cielo, lugar dé su origen; tan cierto es que esta madre es la Madre del amor hermoso, es decir, la más amable, la más amante y la más amada Madre de este único Hijo, que es también el más amable, el más amante y el más amado de esta única Madre.
San Francisco de Sales, “Tratado del Amor de Dios”
(Libro Segundo, cap.VIII)