«Aquí reposa el cuerpo de santa Ana, madre de la Santa Madre de Dios!»
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Según la tradición, sabemos que Lázaro, Marta y María de Betania, los amigos de Jesús, tuvieron que huir de Palestina por mar y se refugiaron en la costa gala, en Provenza (Francia), probablemente al menos una década después de la pasión y resurrección de Jesús. Con ellos iban en la barca, entre otras, María Salomé y María de Cleofás, sobrinas de santa Ana, madre de la Virgen María, así como los restos de la misma Santa Ana. Las reliquias de Santa Ana fueron entonces confiadas a una de las primeras comunidades cristianas establecidas en Apt, hoy municipio de Vaucluse, en Provenza. Fueron veneradas allí hasta finales del siglo II, antes de ser escondidas tras un muro en la cripta más profunda de la catedral de Apt, para protegerlas de las invasiones bárbaras y conservarlas en un lugar difícil de encontrar. Desgraciadamente, llegaron los temidos peligros: Apt fue devastada por los invasores y se perdió el recuerdo de la existencia de las reliquias de santa Ana, hasta el reinado de Carlomagno, emperador de Occidente († 814). Sin embargo, en la primavera del 792, probablemente durante la Pascua, cuando el emperador acababa de pacificar Provenza expulsando a los musulmanes cerca de Montmajour y estando de paso por la ciudad de Apt, asistía a Misa cuando sucedió algo extraordinario. El joven Juan, hijo único de un noble local, el barón de Caseneuve, había nacido ciego y sordomudo. Tenía 14 años en ese momento y se pensaba que tenía retraso mental. Sin embargo, su padre lo llevaba a Misa todos los domingos. En esta solemne festividad, honrada por la presencia del emperador Carlos, Juan de Caseneuve, por lo general muy sabio, de repente se comporta de forma curiosa. El que no ve nada parece estar mirando atentamente a un interlocutor invisible, al que escucha sonriendo. Entonces comienza a golpear furiosamente los escalones que conducen al altar mayor, lanzando gritos roncos y fingiendo arañar y cavar. La escolta imperial intenta en vano silenciar al lisiado que se agita aún más. Entonces, el emperador ordena escucharlo y cavar donde él indique. Hecho esto, descubren una puerta y, detrás de ella, la cripta amurallada. Entran siguiendo a Juan de Caseneuve que, ciego como estaba, camina con una seguridad asombrosa. Al final del túnel brilla una luz extraordinaria y Juan, radiante, transfigurado, exclama con voz clara: “¡Aquí está el cuerpo de santa Ana, madre de la Santísima Virgen María, Madre de Dios! ¡El ciego vio, el sordo oyó y el mudo habló!”. Abren entonces el nicho que deja escapar un perfume agradable, mientras la lámpara milagrosa que había brillado durante tanto tiempo adentro, se apaga. De hecho, en el interior se encuentra un relicario que lleva el nombre de Ana. |