Después del pecado invariablemente viene un tiempo de reflexión, de abatimiento, de remordimiento. Y esto es un don del Espíritu Santo, de modo que quien no lo padece, es porque está ya tan acostumbrado a pecar, que es difícil su conversión, pues su conciencia se ha como entorpecido, y Dios lo ha dejado como abandonado a su capricho.
Por eso nunca hay que pecar, pero si desgraciadamente hemos pecado, soportemos la humillación con valentía, porque si la falta nos ayuda a ser más humildes, entonces ¡bendita falta! Efectivamente no hay que hacer el mal para que resulte el bien, como dice el Apóstol; pero sabemos que Dios puede sacar el bien de los mayores males, y nada hay irreparable, si pedimos perdón a Dios y comenzamos de nuevo.
Lo que sucede es que muchas veces, después de pecar, estamos tan abatidos que no tenemos fuerzas para comenzar. Y a veces es nuestra propia soberbia la que nos pone delante lo que somos, y así nuestro orgullo no tolera que hayamos caído tan lastimosamente, y el demonio ayuda para terminar de abatirnos.
Recuperemos la alegría haciendo un acto de contrición perfecta y yéndonos a confesar cuanto antes con el sacerdote, y empecemos de nuevo, como si recién saliéramos de la pila bautismal, para entablar nuevamente el buen combate, porque los santos no fueron santos porque nunca pecaron, sino más bien porque nunca se cansaron de levantarse de sus caídas y volvieron a empezar.