El combate espiritual del cristiano, aunque en ocasiones sea duro, no es en modo alguno la lucha desesperada del que se debate en medio de la soledad y la ceguera sin ninguna certeza en cuanto al resultado de ese enfrentamiento. Es el combate del que lucha con la absoluta certeza de que ya ha conseguido la victoria, pues el Señor ha resucitado: «No llores, ha vencido el león de la tribu de Judá» (Ap 5, 5). No combate con su fuerza, sino con la del Señor que le dice: «Te basta mi gracia, pues mi fuerza se hace perfecta en la flaqueza» (2 Co 12, 9), y su arma principal no es la firmeza natural del carácter o la capacidad humana, sino la fe, esa adhesión total a Cristo que le permite, incluso en los peores momentos, abandonarse con una confianza ciega en Aquel que no puede abandonarlo. «Todo lo puedo en Aquel que me conforta» (Flp 4, 13). El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?» (Sal 27).