Jesús tenía una gran predilección y ternura por los enfermos, y si nosotros queremos ser verdaderamente católicos, no podemos menos que tenerlos también sobre nuestro corazón y en nuestra oración.
Cuando estemos felices y divirtiéndonos, hagamos un alto y vayamos con la imaginación y la mente a esos hospitales donde hay miles de hermanos nuestros que sufren mucho, que están abatidos, desanimados, angustiados por la enfermedad y tal vez por la proximidad de la muerte, y elevemos una oración por ellos. Y si podemos, vayamos a visitarlos, porque cuando uno está enfermo se siente castigado por Dios, y que un hermano venga y nos diga que no es así, que Dios nos ama, y que la enfermedad es una prueba que Dios suele dar a sus predilectos, entonces se aplaca la angustia y el miedo, y vuelve la confianza en el Padre bueno de los Cielos.
Demos gracias a Dios si estamos sanos, y demos gracias a Dios también si Él permite alguna enfermedad más o menos grave en nuestra vida, porque con ella nos llama a una seria reflexión sobre qué es lo que hacemos en este mundo, cómo es que estamos empleando el tiempo de vida y qué destino estamos dando a los bienes que nos vienen del Señor. Y si nos recuperamos, hagamos el propósito de ser más generosos y trabajar el doble por la salvación propia y por la salvación de las almas.
Dios, por medio de la enfermedad que nos manda, quiere que tengamos siempre presente a los enfermos, porque muchas veces vivimos despreocupados, sin pensar en ellos, hasta que nos toca a nosotros. Son medicinas que nos da el Señor porque Él no quiere que nos endurezcamos sino que tengamos un corazón de carne, compasivo y misericordioso, como compasivo y misericordioso es Dios.
Así que si hasta hoy no rezábamos por los enfermos, comencemos a hacerlo desde hoy mismo, y enviemos cada noche a los ángeles del Señor para que consuelen a los hermanos que están en sus lechos de dolor.