Somos inmortales.
No somos eternos como Dios, sino que somos sempiternos, es decir, hemos comenzado a existir, pero ya no dejaremos de existir jamás, porque lo que Dios crea, no lo destruye, y ya sea que vayamos al Cielo o al Infierno, permaneceremos allí para siempre, por los siglos de los siglos. O como también se dice: “Mientras Dios sea Dios”. ¡Terrible palabra! Gozosa si vamos al Cielo, pero tremenda de un horror imposible de imaginar, si es que vamos al Infierno.
Y está en nosotros el decidir adónde queremos ir, y poner los medios para alcanzarlo.
Tenemos que cumplir los Diez Mandamientos, sabiendo que si no lo hacemos, ponemos en peligro nuestra salvación eterna.
Por eso dice San Pablo que quien sea cuerdo, que se vuelva loco, porque esto de pensar en la eternidad es para volverse un poco loco, ya que da vértigo el pensar en ella.
Dice San Agustín: “Dios te ha creado sin ti, pero no te salvará sin ti”. Es decir que Dios no nos ha pedido nuestro consentimiento para traernos de la nada a la existencia, y en un acto de infinito amor ha creado nuestra alma y la ha infundido en un cuerpo, en el momento de nuestra concepción, por nuestros padres. Pero desde ese momento ya no dejaremos de existir, y depende de nosotros el destino que nos forjemos.
Ya estamos embarcados en esta aventura de la existencia y no podemos mirar para otro lado porque cada uno de nosotros es el actor principal de su propia película, y depende de nosotros que ella tenga un final feliz.