Sal y luz.
El Señor en su Evangelio nos ha dicho que los cristianos somos sal y luz del mundo.
Como sal que somos, tenemos una doble misión: la de dar sabor a este mundo desabrido, y la de preservarlo de la corrupción moral.
El sabor que debemos dar a este mundo desabrido es el sabor de lo sobrenatural, porque el mundo de hoy vive en el materialismo, olvidado de Dios y de las cosas de Dios. Entonces, los cristianos tenemos que condimentarlo con lo espiritual. Pero para eso nosotros mismos tenemos que ser espirituales, porque como nadie da lo que no tiene, no podremos dar lo espiritual si no lo cultivamos en nosotros. Y lo espiritual se obtiene con la frecuencia de sacramentos, con la lectura de la Palabra de Dios, con la oración frecuente, con la lucha sin cuartel contra el pecado.
Por ser sal también debemos preservar a este mundo de la podredumbre, es decir, que con nuestra penitencia atraigamos sobre él la Misericordia divina y no los castigos.
Cada cristiano tiene la misión de ser una señal que apunte hacia el Cielo, que diga a los hombres que levanten la mirada de las cosas terrenas y pongan su esperanza en el Paraíso.
También debemos ser luz, y la luz tiende a expandirse. Cuando se enciende una lámpara, automáticamente la luz se esparce por todas partes. Así tenemos que ser los cristianos, y que la luz que recibimos de Dios, del Espíritu Santo, ilumine a todos los que tenemos alrededor. Pero para iluminar debemos primero estar iluminados nosotros, y esto lo logramos con una buena formación y también con la oración y la recepción de la Eucaristía.
Recordemos que si no somos luz y sal, ya el mismo Señor nos dice que no servimos para nada, sino para ser tirados y pisoteados por los hombres. No decaigamos entonces de esta gran misión que cada uno tiene para con su entorno.