¡Cuánto más se gana con la afabilidad que con la aspereza! «Nada hay más amargo que la nuez verde -decía San Francisco de Sales-; pero, no bien confitada, es suave y dulce al paladar. También las correcciones por naturaleza son ásperas; pero si se hacen con amor y dulzura, se tornan gratas, consiguiendo por ello el mayor éxito. De sí mismo afirmaba San Vicente de Paúl que en el gobierno de su Congregación no se acordaba de haber corregido a nadie ásperamente, fuera de tres veces que se creyó en el deber de obrar así, de lo que siempre se había arrepentido, pues siempre le había resultado contraproducente, al paso que siempre que había corregido con dulzura había conseguido lo que pretendía.
San Francisco de Sales, con su trato amable, conseguía cuanto pretendía, hasta llevar a Dios a los pecadores más empedernidos. Igual hacía San Vicente de Paúl, que solía decir a los suyos: «La afabilidad, el amor y la humildad tienen una fuerza maravillosa para conquistarse los corazones e inducirlos a abrazar hasta lo más repugnante a la naturaleza». Cierto día encomendó a uno de sus misioneros la conversión de un gran pecador; mas el Padre, por más esfuerzos que hizo, no consiguió nada, por lo que rogó al Santo le dirigiera él algunas palabras; lo hizo así San Vicente y lo convirtió. El pecador en cuestión afirmaba después que le había cautivado el corazón la singular dulzura y caridad del P. Vicente. Por eso el Santo no podía tolerar que sus misioneros tratasen a los penitentes ásperamente, asegurándoles que el demonio se sirve del rigor para llevar las almas al infierno.
Hay que practicar la benignidad con todos, en toda ocasión y en todo tiempo. Advierte San Bernardo que hay algunos de trato suave mientras las cosas marchan como una seda, mas si se atraviesa cualquier contrariedad, cualquier contratiempo, se encienden súbitamente y comienzan a echar fuego como el Vesubio. A estos tales se les puede llamar carbones encendidos, aun cuando ocultos entre cenizas. Quien quiera santificarse ha de ser como el lirio entre espinas, que, por más que nazca entre ellas, no deja de ser lirio, siempre suave y deleitable. El alma amante de Dios conserva siempre la paz del corazón y la traduce hasta en el rostro, lo mismo en la prosperidad que en la adversidad, como cantó el cardenal Petrucci:
Ve en torno suyo al mundo,
que en perpetua mudanza gira ansioso;
mas en su interior, profundo
retiro es misterioso,
y, allí unida a su Dios, vive en reposo.
En las adversidades se conoce a los hombres. San Francisco de Sales amaba tiernamente a la Orden de la Visitación, que tantos trabajos le había costado. A menudo la vio a pique de perderse, al embate de las persecuciones que sobre ella se desencadenaban; mas nunca el Santo perdió la paz, y hasta se alegraba de la destrucción de la Orden si al Señor pluguiera; entonces fue cuando dijo: «Desde hace algún tiempo las adversidades y contradicciones que experimento me han hecho gozar de tan tranquila paz, que no tiene semejante, y es presagio de estar ya cercano el día de la estable unión de mi alma con Dios, único anhelo de mi corazón».
Cuando nos acontezca tener que responder a quien nos tratare mal, vigilémonos para responder siempre con dulzura: Una respuesta blanda aplaca el furor [1]. Una respuesta suave basta para apagar un incendio de cólera. Si nos sintiéremos turbados, preferible es callar, porque entonces no nos parecerá mal decir la primera palabra que nos viniere a los labios; pero, calmada la pasión, veremos que tantos fueron los pecados, cuantas las palabras que se nos escaparon.
Y aun cuando cayéremos en alguna falta, también entonces nos es necesaria la mansedumbre, pues irritarse contra sí después de una falta no es humildad, sino refinada soberbia, como si no fuéramos por naturaleza más que flaqueza y miseria. Decía Santa Teresa: «En estotra humildad que pone el demonio, no hay luz para ningún bien; todo parece lo pone Dios a fuego y sangre». Airarnos contra nosotros después del pecado es un pecado mayor que el otro cometido, y que traerá consigo no pocos más, pues nos hará abandonar las devociones, la oración, la comunión, y, si practicamos estos ejercicios, será con menguado provecho. San Luis Gonzaga decía que en el agua turbia no se ve, por lo que aprovecha el demonio para sus pescas. Cuando el alma estuviere turbada, no reconocerá a Dios ni lo que procede hacer. Entonces, por tanto, después de la caída en cualquier defecto, es cuando hay que volver a Dios confiada y humildemente, pidiéndole perdón y diciéndole con Santa Catalina de Génova: «Éstas, Señor, son las flores de mi vergel». Os amo con todo mi corazón, me arrepiento de haberos disgustado y ya no quiero volver a hacerlo; prestadme vuestra ayuda.
Afectos y súplicas
Dichosas cadenas de caridad que unís al alma con Dios, atadme también a mí, de tal modo que no pueda ya separarme del amor de mi Dios. Jesús mío, os amo, os amo, tesoro y vida del alma mía; con vos quiero vivir unido y a vos me entrego. Ya no quiero, amado Señor mío, dejar de amaros. Vos que para pagar las deudas de mis pecados quisisteis ser atado cual vil reo, y así maniatado quisisteis ser conducido a la muerte por las calles de Jerusalén; vos que quisisteis ser clavado en la cruz y no la abandonasteis hasta haber abandonado la vida, por favor y por los merecimientos de tanto penar, no permitáis que vuelva a separarme de vos.
Me arrepiento, sobre todo mal, de haberos vuelto las espaldas en lo pasado; y propongo, con vuestra gracia, antes morir que disgustaros ni grave ni levemente. ¡Oh Jesús mío!, a vos me entrego; os amo con todo el corazón y os amo más que a mí mismo. En lo pasado os ofendí, mas ahora me arrepiento de ello y quisiera morir de dolor. Unidme del todo a vos. Renuncio a todos los consuelos sensibles y sólo a vos quiero y nada más. Haced que os ame y luego disponed de mí como os plazca.
¡Oh María, esperanza mía!, atadme a Jesús y haced que siempre viva atado a Él y así prendido fallezca, para llegar un día a aquel bienaventurado reino, donde no abrigaré ya temores de verme privado de su santo amor.
Práctica del amor a Jesucristo – San Alfonso María de Ligorio – Capítulo VI
[1] Responsio mollis frangit iram (Prov., XV, 1).