El Espíritu Santo limpia, purifica, destruye todo lo manchado y se lleva nuestras basuras. Por
eso es agua que lava, viento que arrasa y fuego que quema:
"Cuando lave el Señor la suciedad de las mujeres de Sión y friegue la
sangre dentro de Jerusalén, con un viento justiciero, con un soplo abrasador" (Isaías
4,4).
Cuando nos sentimos sucios por dentro, por nuestras infidelidades, egoísmos o malas acciones,
invoquemos al Espíritu Santo para que queme todo eso con su fuego y lo destruya para siempre: "Será fuego de fundidor, jabón de lavandero" (Malaquías 3,2).
Ya en el Bautismo nos bañó, y vuelve a hacerlo cada vez que volvemos a él sinceramente
arrepentidos:
"Nos salvó con el baño del nuevo nacimiento y la renovación por el
Espíritu Santo" (Tito 3,5).
Veamos cómo lo expresaba San León Magno:
"Un pueblo que se consagra al cielo nace aquí de semilla fecunda; lo
engendra el Espíritu Santo fecundando el agua. Sumérgete pecador, para limpiarte en la sagrada corriente. Viejo te recibirá el agua, pero te despedirá nuevo".
Muchas veces, cuando hemos caminado y trabajado en un día de calor de verano, hemos disfrutado
al sentirnos limpios después de un buen baño. Mucho más bella es la limpieza que realiza el Espíritu Santo si le permitimos que pase por nosotros con su agua purificadora.